Por: Juan Pablo Gutiérrez-Alzate (@elmiquitojpg)
Es verdad
que el país está descuadernado. El Congreso no se pone de acuerdo sobre asuntos
fundamentales, las Altas Cortes se ven altamente cuestionadas y el Gobierno, a
once meses de inicio de su mandato no tiene un rumbo fijo y va dando tumbos en
política interna y externa. Lo único en lo que parece haber una firme
determinación es en la de acabar de tajo el Acuerdo de Paz con las FARC.
La
Polarización bordea los mismos límites que se alcanzaron durante la campaña del
Plebiscito de 2016 y la elección presidencial de 2018. El ambiente está
altamente caldeado y el nivel de debate, como un escenario de socialización y
consenso, se encumbra más bien como una palestra para el radicalismo y la
pugnacidad.
Volvieron
los ominosos crímenes de Estado que con el propósito de disimular han definido
como “Falsos Positivos” o “Ejecuciones Extrajudiciales”, como si en Colombia se
pudiera condenar judicialmente a la muerte. Tuvieron que ser denunciados por
medios extranjeros, pues los nacionales actuando con cobardía y complicidad
prefirieron callar, y silenciar a aquellos que desde su seno cuestionaron ese
proceder.
Todo esto
lo advertimos cuando debatimos si valía la pena votar contra Iván Duque.
En ese
contexto, se elevan voces que buscan conjurar la crisis apelando a la
Unificación de la Cortes, destruir la columna vertebral de los Acuerdos y más
recientemente, convocando a una Asamblea Nacional Constituyente, que
paradójicamente, fue una de las propuestas iniciales del candidato que resultó
derrotado en las presidenciales, y por las que fue más duramente criticado por
quienes hoy la enarbolan.
Esta
estrategia no es nueva. Los impulsos de desinstitucionalización vienen de
tiempo atrás. Casi diez años hablando del desgobierno, del supuestos abuso de
parte de las Cortes, mintiendo sin sonrojarse sobre los temas importantes de la
realidad nacional.
Especialmente
en la segunda tanda del anterior presidente, con un partido político
especializado en el tema, se erigió una oposición ominosa, que se dedicó a despotricar
de todo cuanto se hizo durante los últimos cuatro años. Esta estrategia les
permitió recuperar el Poder y en agosto de 2018, uno de sus huestes asumió la
Jefatura del Estado.
El regreso
les ha salido tan mal, que pareciera ser la hecatombe que servía de excusa para
las manidas y mediocremente ocultas intenciones del entonces ya reelecto Álvaro
Uribe de atornillarse definitivamente en la silla presidencial.
“Nemo auditur propriam turpitudinem allegans” aducían los
pretores romanos cuando alguien trataba de utilizar su propia culpa en su
beneficio. Y esa parece ser la única excusa de los promotores de la pérfida
iniciativa: Un estado de cosas del que son responsables, y una solución que
pareciera solo beneficiar al titular del Ubérrimo.
Y lo peor es que comienza a haber cierta aceptación entre un crecimiento
porcentaje de la población, en otras palabras ¡les estamos haciendo el juego!
Pero la situación no era tan grave como ellos la describieron durante
ocho largos años, (aunque hoy se aproxima a sus descripciones), ni la solución es una Constituyente, que
con ellos a la cabeza, servirá solamente para quebrar el ya débil equilibrio de
poderes, desconocer impunemente el precedente judicial y el principio del
juez natural, poner todas las ramas del poder al servicio de una ideología que
ya ha demostrado estar dispuesta a lo que sea para hacerse definitivamente con el
control del Estado, al que en últimas, no les importa desmantelar.
Quienes consideramos estar en la orilla opuesta de la historia estamos
llamados a denunciar esta estrategia y a tratar de contener todas las andanadas
antidemocráticas que se lanzan en contra de nuestras instituciones, día tras
día. Sin Instituciones fuertes los ideales de dignidad, humanismo, trabajo e
interés general quedarán en los anaqueles de la historia del país, como bellos
postulados que quisieron pero no pudieron ser.